domingo, 20 de julio de 2008
Del amor al odio (o viceversa) Final
La sensualidad de tus estudiados movimientos y de tus poses efectistas se diluía en ademanes torpes y en la indignación de tus palabras. No eran más que ofensas propias de una adolescente pero que el paso del tiempo las habían convertidos en armas letales contra mi virilidad. Entonces, ya no tuve más que ganas de dejarte partir.
Cerraste con dificultad el bolso cargado de momentos compartidos. Me pediste que te abriera la puerta porque ya no querías conservar las llaves del departamento. No hubo lágrimas, ni deseos de futuros prometedores, ni buenaventuras para los emprender nuestros respectivos caminos. Fue algo más bien rápido: te abrí la puerta, y evitando mirarnos a los ojos, atravesaste el umbral. No era necesario despedirnos porque estábamos seguros que la vida nos daría una nueva oportunidad.
Desde la ventana pude ver como sentada en el cordón de la vereda fumabas el último cigarrillo del paquete. Ahora que la furia te había abandonado para pasarle la posta al desarraigo, comenzaste a llorar. Eran lágrimas silenciosas que nacían fervientes, atravesaban lentamente tu rostro para morir, casi sin aliento, debajo de tu mentón. Alguna vez me había enamorado de esas lágrimas... aquella en la que te vi por primera vez, fumando y llorando en una esquina cualquiera por otro.
Muy a mi pesar comprendí que te amaba. Arrojaste la colilla del cigarrillo al medio de la calle, te secaste las lágrimas y te levantaste dispuesta a cruzar la calle. No podía dejarte ir y salí a la calle dispuesto a arrebatarle a la vida esa segunda oportunidad que me daría.
Un hombre aterrorizado, junto a un auto abollado y con el para-golpes delantero ensangrentado, intentaba darle explicaciones a un policía, mientras que unos cuantos vecinos intentaban reanimar aquel cuerpo tendido sobre el asfalto.
Te había dejado ir, y esta vez, la vida no tenía reservada para nosotros una segunda oportunidad.
Cerraste con dificultad el bolso cargado de momentos compartidos. Me pediste que te abriera la puerta porque ya no querías conservar las llaves del departamento. No hubo lágrimas, ni deseos de futuros prometedores, ni buenaventuras para los emprender nuestros respectivos caminos. Fue algo más bien rápido: te abrí la puerta, y evitando mirarnos a los ojos, atravesaste el umbral. No era necesario despedirnos porque estábamos seguros que la vida nos daría una nueva oportunidad.
Desde la ventana pude ver como sentada en el cordón de la vereda fumabas el último cigarrillo del paquete. Ahora que la furia te había abandonado para pasarle la posta al desarraigo, comenzaste a llorar. Eran lágrimas silenciosas que nacían fervientes, atravesaban lentamente tu rostro para morir, casi sin aliento, debajo de tu mentón. Alguna vez me había enamorado de esas lágrimas... aquella en la que te vi por primera vez, fumando y llorando en una esquina cualquiera por otro.
Muy a mi pesar comprendí que te amaba. Arrojaste la colilla del cigarrillo al medio de la calle, te secaste las lágrimas y te levantaste dispuesta a cruzar la calle. No podía dejarte ir y salí a la calle dispuesto a arrebatarle a la vida esa segunda oportunidad que me daría.
Un hombre aterrorizado, junto a un auto abollado y con el para-golpes delantero ensangrentado, intentaba darle explicaciones a un policía, mientras que unos cuantos vecinos intentaban reanimar aquel cuerpo tendido sobre el asfalto.
Te había dejado ir, y esta vez, la vida no tenía reservada para nosotros una segunda oportunidad.
jueves, 17 de julio de 2008
Del amor al odio (o viceversa) III
Había pasado tiempo, demasiado tiempo... tanto que era difícil borrarlo todo con un arrebato de furia. Pero nunca habías logrado contener tus impulsos. De una forma casi enfermiza arrojabas cada objeto con el que habías intentado materializar tus sentimientos dentro de tu cartera.
Y así, arrasando con cuanto recuerdo se topaba en tu camino, creíste encontrar la forma de borrar recuerdos y sentimientos, aunque solo habías logrado despejar la mesa del living y unos cuantos estantes.
Siempre me habían gustado tus piernas, sobre todo cuando caminabas descalza. Me causaba gracia verte caminar de puntillas, haciendo equilibrio, intentando ganarle a la naturaleza aquellos centímetros que te había vedado. Sí, me gustaban tus piernas... unas piernas lo suficientemente fuertes y fibrosas para sostener aquella cadera curvilínea y prominente y los muslos firmes. Me gustaban tus piernas, y la forma en que girabas la cabeza para mirarme cuando te miraba cuando me dabas la espalda. Como si me hubieses descubierto en medio de una travesura, me sonreías y agitabas las pestañas. Entonces ya no podía contener mis deseos de llevarte a la cama.
Y así, arrasando con cuanto recuerdo se topaba en tu camino, creíste encontrar la forma de borrar recuerdos y sentimientos, aunque solo habías logrado despejar la mesa del living y unos cuantos estantes.
Siempre me habían gustado tus piernas, sobre todo cuando caminabas descalza. Me causaba gracia verte caminar de puntillas, haciendo equilibrio, intentando ganarle a la naturaleza aquellos centímetros que te había vedado. Sí, me gustaban tus piernas... unas piernas lo suficientemente fuertes y fibrosas para sostener aquella cadera curvilínea y prominente y los muslos firmes. Me gustaban tus piernas, y la forma en que girabas la cabeza para mirarme cuando te miraba cuando me dabas la espalda. Como si me hubieses descubierto en medio de una travesura, me sonreías y agitabas las pestañas. Entonces ya no podía contener mis deseos de llevarte a la cama.
domingo, 13 de julio de 2008
Del amor al odio (o viceversa) II
Me miraste fijo y, como si se tratara de un código que habíamos creado con el paso del tiempo producto del desgaste de las palabras tantas veces repetidas, descifré el mensaje.
Me senté en la punta de la cama esperando escuchar el portazo. Y aunque no lo sabía con certeza, rogué que fuera definitivo.
(Continuará)
Me senté en la punta de la cama esperando escuchar el portazo. Y aunque no lo sabía con certeza, rogué que fuera definitivo.
(Continuará)
Del amor al odio (o viceversa)
Discutimos, una vez más, una de tantas... Aquello que prometía ser la más apasionada de las veladas se quedó en intento. Me mordí la lengua, la misma con la que imaginé recorrer tu cuerpo y que ahora se rebelada contra mi cordura para evitar que mordaz, cruel y desenfadada evidenciara, a través de las palabras, todo el odio que intentaba contener dentro de mis puños cerrados.
Era uno de aquellos momentos en los que te odiaba tanto, uno de tantos...
(Continuará)
Era uno de aquellos momentos en los que te odiaba tanto, uno de tantos...
(Continuará)
sábado, 7 de junio de 2008
A la distancia II
Se paró sobre el escalón que elevaba la puerta de la vereda y tomó tu rostro entre sus manos. A la distancia podía adivinar que eran suaves, tan suaves... Luego te condujo al interior de la casa. Y al cerrarse la puerta comprendí que era inevitable, que nada podías hacer al respecto ¿qué clase hombre rechazaría tal demostración de deseo? Esperé horas sentada en el cordón de la vereda de enfrente, justo frente a la puerta de la casa de la mujer de las manos suaves, de las caricias dulces, de las manos que con estudiados movimientos lograba arrebatarte gemidos precoses. Esperé horas, tantas que la noche se convirtió en día y yo seguía sentada en el cordón de la vereda de enfrente.
Cerca del mediodía la puerta se abrió. Ella, parada en el umbral, te despidió con una exacta combinación de besos y caricias. Una dosis tan precisa que te fuiste contra tu voluntad. Esperé que te alejaras lo suficiente, la distancia necesaria para olvidar su rostro y recordar solo las caricias.Toqué el timbre. Pocos minutos después la puerta se abrió. Su sonrisa era casi una ironía. Sus manos sostenían débilmente la bata, sin lazo, con la que cubría su cuerpo desnudo. La tomé del cuello con rudeza y entré a su casa sin esperar invitación.
No sonreía, lloraba. Alcancé adivinar que sus palabras eran una especie de súplica susurrada que no alcancé a escuchar del todo. Era el último y desesperado recurso que le quedaba ante la amenaza de que se quedara callada, de que no gritara.
Me quité la ropa y me puse su bata y la sostuve con mis manos para no dejar en evidencia mi desnudes ante la falta del lazo. Desnuda y aterrada me observaba desde un rincón de la habitación. Me acerqué y lentamente tomé sus manos suaves, tan suaves. Y sin importar que la bata se abriera, y dejara mi cuerpo a la intemperie, recorrí mi rostro con sus palmas, mi cuello, mi cuerpo... Sus manos eran tan suaves.
Con la fuerza más brutal que jamás imaginé poseer tomé su cuello y presioné fuerte. Busqué en cada uno de los cajones hasta que finalmente di con un pote de crema para manos que olía a rosas Había encontrado la formula secreta. Unté mis manos y las froté hasta absorber la crema por completo. Estaban suaves, tan suaves.Sonó el timbre. Emocionada abrí la puerta. Me miraste sorprendido. Pero no evitaste que te tomara tu rostro entre mis manos y que te acariciara. Era inevitable. Nada podías hacer al respecto ¿qué clase hombre rechazaría tal demostración de deseo?
Y te perdiste en el éxtasis provocado por mis manos suaves.
Cerca del mediodía la puerta se abrió. Ella, parada en el umbral, te despidió con una exacta combinación de besos y caricias. Una dosis tan precisa que te fuiste contra tu voluntad. Esperé que te alejaras lo suficiente, la distancia necesaria para olvidar su rostro y recordar solo las caricias.Toqué el timbre. Pocos minutos después la puerta se abrió. Su sonrisa era casi una ironía. Sus manos sostenían débilmente la bata, sin lazo, con la que cubría su cuerpo desnudo. La tomé del cuello con rudeza y entré a su casa sin esperar invitación.
No sonreía, lloraba. Alcancé adivinar que sus palabras eran una especie de súplica susurrada que no alcancé a escuchar del todo. Era el último y desesperado recurso que le quedaba ante la amenaza de que se quedara callada, de que no gritara.
Me quité la ropa y me puse su bata y la sostuve con mis manos para no dejar en evidencia mi desnudes ante la falta del lazo. Desnuda y aterrada me observaba desde un rincón de la habitación. Me acerqué y lentamente tomé sus manos suaves, tan suaves. Y sin importar que la bata se abriera, y dejara mi cuerpo a la intemperie, recorrí mi rostro con sus palmas, mi cuello, mi cuerpo... Sus manos eran tan suaves.
Con la fuerza más brutal que jamás imaginé poseer tomé su cuello y presioné fuerte. Busqué en cada uno de los cajones hasta que finalmente di con un pote de crema para manos que olía a rosas Había encontrado la formula secreta. Unté mis manos y las froté hasta absorber la crema por completo. Estaban suaves, tan suaves.Sonó el timbre. Emocionada abrí la puerta. Me miraste sorprendido. Pero no evitaste que te tomara tu rostro entre mis manos y que te acariciara. Era inevitable. Nada podías hacer al respecto ¿qué clase hombre rechazaría tal demostración de deseo?
Y te perdiste en el éxtasis provocado por mis manos suaves.
martes, 13 de mayo de 2008
A la distancia
Te vi mirando aquel traje azul oscuro detrás de la vidriera y no pude dejar de pensar en la sensualidad de tu elegancia, esa que se ocultaba bajo aquellos jeans gastados y las zapatillas de lona descoloridas que llevabas puestas.
Te imaginé sentado frente a mí en el restaurante más caro de la ciudad asintiendo con la cabeza para que el mozo me llenara la copa después de tu visto bueno.
Pensé en todas esas noches de hotel en las que te arrancaría con rudeza los botones y sin reproches me dejarías que te arrugue la camisa. En los besos y caricias que me convertirían en un ser dócil y vulnerable. Ese que se humedecería al complacerte.
Caminaste con la libertad de quien desconoce que se ha transformado en el objeto de deseo de un corazón atribulado, de un cuerpo cuya piel se estremece con solo verte a unos pocos metros de distancia, de aquel que subestima su encanto.
Te seguí conservando la distancia necesaria para poder desearte de la forma en la que solo puede desearse aquello que no se alcanza. Y en el trayecto no pude dejar de imaginar tus brazos rodeando mi cuerpo tembloroso, mis suspiros cada vez más profundos, mi respiración acelerada, mis uñas lacerando la piel de tu espalda, mis ojos bien abiertos para observar cada uno de tus gestos.
Te detuviste frente a una puerta maltrecha a mitad de cuadra. No entendí por qué te sonrojabas sin motivo mientras tocabas el timbre. Hasta que a los pocos minutos la puerta se abrió y ella salió a tu encuentro.
(Continuará...)
Te imaginé sentado frente a mí en el restaurante más caro de la ciudad asintiendo con la cabeza para que el mozo me llenara la copa después de tu visto bueno.
Pensé en todas esas noches de hotel en las que te arrancaría con rudeza los botones y sin reproches me dejarías que te arrugue la camisa. En los besos y caricias que me convertirían en un ser dócil y vulnerable. Ese que se humedecería al complacerte.
Caminaste con la libertad de quien desconoce que se ha transformado en el objeto de deseo de un corazón atribulado, de un cuerpo cuya piel se estremece con solo verte a unos pocos metros de distancia, de aquel que subestima su encanto.
Te seguí conservando la distancia necesaria para poder desearte de la forma en la que solo puede desearse aquello que no se alcanza. Y en el trayecto no pude dejar de imaginar tus brazos rodeando mi cuerpo tembloroso, mis suspiros cada vez más profundos, mi respiración acelerada, mis uñas lacerando la piel de tu espalda, mis ojos bien abiertos para observar cada uno de tus gestos.
Te detuviste frente a una puerta maltrecha a mitad de cuadra. No entendí por qué te sonrojabas sin motivo mientras tocabas el timbre. Hasta que a los pocos minutos la puerta se abrió y ella salió a tu encuentro.
(Continuará...)
jueves, 17 de abril de 2008
Entelequia II
Cerré los ojos y pude sentir como tus manos recorrían mi cuerpo hasta perderse en los escondites del placer. Deje que me besaras, que me arrancaras suspiros, que me erizaras la piel, que me recorrieras entera con tus labios, que me humedecieras con su lengua. Que me obligaras a seguir el ritmo acelerado de tus movimientos.
Busqué a tientas un cigarrillo y fumé en silencio. Me resistía a abrir los ojos. Quería saborear lo poco que me quedaba en los labios de los besos de ese perfecto desconocido que me había inventado; aquel al que se le encendía la mirada y me arrastraba hasta la cama. Aquel que me hacía el amor de madrugada, cuando me vencía la indiferencia de tu mirada.
viernes, 28 de marzo de 2008
Entelequia I
Tenías unos ojos color melancolía, grises, opacos... pero nunca pude evitar perderme en la oscuridad de tu mirada. Era un túnel sin salidas aledañas que había que recorrer de principio a fin, un pozo profundo y estrecho a través del cual me dejaba caer al vacío para chocar, una vez más, contra el suelo tan duro como tu indiferencia.
De madrugada me levantaba y me paraba justo en la punta de la cama. Te despertabas y mirabas como dejaba deslizar la bata y te ofrecía mi cuerpo desnudo. Solo en ese momento podía ver el brillo en tus ojos, era un instante de lujuria que avivaba las llamas de tu alma; entonces el fuego iluminaba la salida del túnel de tu mirada.
Me acerqué lentamente y dejé que me tomaras del brazo para dejarme caer sobre la cama.
(Continuará...)
De madrugada me levantaba y me paraba justo en la punta de la cama. Te despertabas y mirabas como dejaba deslizar la bata y te ofrecía mi cuerpo desnudo. Solo en ese momento podía ver el brillo en tus ojos, era un instante de lujuria que avivaba las llamas de tu alma; entonces el fuego iluminaba la salida del túnel de tu mirada.
Me acerqué lentamente y dejé que me tomaras del brazo para dejarme caer sobre la cama.
(Continuará...)
Suscribirse a:
Entradas (Atom)