viernes, 28 de marzo de 2008

Entelequia I

Tenías unos ojos color melancolía, grises, opacos... pero nunca pude evitar perderme en la oscuridad de tu mirada. Era un túnel sin salidas aledañas que había que recorrer de principio a fin, un pozo profundo y estrecho a través del cual me dejaba caer al vacío para chocar, una vez más, contra el suelo tan duro como tu indiferencia.

De madrugada me levantaba y me paraba justo en la punta de la cama. Te despertabas y mirabas como dejaba deslizar la bata y te ofrecía mi cuerpo desnudo. Solo en ese momento podía ver el brillo en tus ojos, era un instante de lujuria que avivaba las llamas de tu alma; entonces el fuego iluminaba la salida del túnel de tu mirada.

Me acerqué lentamente y dejé que me tomaras del brazo para dejarme caer sobre la cama.

(Continuará...)

jueves, 20 de marzo de 2008

Fantasía

El repiqueteo de los tacos -que marcaban el ritmo de los pasos apurados y en contramarcha- se diluyó en el momento justo en el que el quejido de la madera me dejó adivinar que ya estabas sobre la cama. Después llegaron hasta mis oídos susurros que, a fuerza de contener la respiración, se transformaban en gemidos apagados. Podía escuchar los golpes de la cabecera tu cama al golpear contra la pared de mi cuarto. Comenzaban lentos y poco a poco se aceleraban hasta alcanzar un ritmo constante.

La sonoridad de tus noches de pasión me producían un extraño y, hasta el momento, desconocido placer. Y era tal la intensidad que, medianera de por medio, podía escuchar tu respiración acelerada y profunda. Había aguzado tanto el oído, en pos del infinito placer que me producía, que alcanzaba a escuchar el chasquido de tus labios al recorrer su cuerpo.

Cuando los golpes contra la pared se detenían me quedaba en silencio para escuchar el preciso instante en el que exhalabas con la intensidad de una tormenta tropical, vehemente y estrepitosa; y sin poder evitarlo, yo también me dejaba arrastrar por aquella corriente huracanada.

Y así fue como noche a noche aprendí a alimentar mi fantasía, a inventarte un rostro y recorrer tu silueta que se me antojaba exageradamente voluptuosa y por demás curvilínea. Y tan perdido estaba en tu rítmica respiración acelerada, que olvide llamar a Virginia.

Los días interminables morían en noches húmedas de las que me apoderaba sin permiso. No sabía de tus párpados cerrados, de tu lengua asomándose entre tus labios humedeciéndolo todo, de tus caricias incesantes, de tu piel suave... Pero sabía que le suplicabas al oído que te hiciera suya, que podías suspirar y reír al mismo tiempo y que respirabas profundamente hasta ahogar los gemidos.

Caminaba por la calle mirando al piso intentando no vulnerar el anonimato de los casuales transeúntes que se cruzaban en mi camino. Prefería que siguieran siendo eternamente desconocidos. Como vos, la desconocida que cada noche alimentaba mi fantasía. Y al recordar tu voz entrecortada apuré el paso para llegar antes a mi casa. No sé en que momento deje de caminar rápidamente para correr a toda velocidad, pero recuerdo el momento en el que me vi obligado a detener la marcha. Fue un sollozo, un llanto contenido y profundo, un pedido de consuelo en silencio. Estabas sentada en el cordón de la vereda conteniendo las lágrimas. Me senté a tu lado, te sequé las lágrimas suavemente con las yemas de los dedos. Tus párpados se cerraron y no pude evitar besarte en los labios.

Me tomaste de la mano y me pediste que te acompañara hasta tu casa. Y por primera vez en mucho tiempo anochecía y yo no estaba encerrado en mi cuarto inmerso en el más absoluto silencio. Te besé en cada esquina, te acaricié en cada umbral en penumbras te dije cuanto te deseaba al oído.

Buscabas las llaves dentro de tu bolso y ambos nos sorprendimos cuando el que abrí la puerta fui yo. Subimos al ascensor, te pregunté en qué piso vivías y me estremecí con la respuesta. Tu puerta estaba junto a la mía. Eras la mujer que había imaginado cada noche desde hacía un año.

Me encerré en mi departamento, prendí la radio y subí el volumen. Mientras la música sonaba frenética comencé a hurgar dentro de los cajones de los muebles, en la pila de papeles sobre la mesa, entre las página de los libros a medio terminar. Y mientras rogaba que no fuera demasiado tarde,
intentaba recordar donde había guardado el número de teléfono de
Virginia.