jueves, 28 de febrero de 2008

Advertencia

Te advertí que no te mordieras el labio inferior cuando me mirabas, que no te relamieras de deseo mientras te acercabas. Que no me acosaras con tu respiración agitada. Te pedí que no me acariciaras tan suavemente el rostro, que no hurgaras debajo de mi camisa arrugada para deslizar las yemas de tus dedos sobre mi pecho. Te supliqué que no me besaras tan húmeda y apasionadamente, que no lamieras mi oreja ¡Impiadosa y salvaje criatura!
Me arrojaste sobre la cama e hiciste cuanto quisiste conmigo y yo me dejaba intentando de cuando en cuando tomar la iniciativa. Por momentos las sábanas revueltas se convertían en un ring en el que nos disputábamos cuerpo a cuerpo el control del uno sobre el otro. Pocas veces cedías y muchas otras me dejaba vencer.

Te advertí que no te mordieras el labio inferior cuando lo mirabas, que no te relamieras de deseo mientras te le acercabas. Que no lo acosaras con tu respiración agitada. Te pedí que no hurgaras debajo de su camisa arrugada para deslizar las yemas de tus dedos sobre su pecho. Te supliqué que no lo besaras tan húmeda y apasionadamente, que no lamieras su oreja ¡Amada y venerada criatura!

De qué sirvieron mis advertencias si ahora espero junto a tu cuerpo, mientras se desangra entre sábanas revueltas y aún con el revólver entre las manos que amanezca.

lunes, 11 de febrero de 2008

Eternamente virtuosa

Me dejé llevar. Fue un momento debilidad. Comenzaste a besarme cariñosamente en los labios, luego apasionadamente en el cuello hasta que las caricias se convirtieron en un intercambio de deseo mutuo. Entonces dejé que de a poco tocaras mis muslos por debajo de la falda del vestido. Pero en medio del arrebato de pasión asomó la vergüenza, y entonces asustada tome tus manos y las apoyé sobre mi falda, donde pudiera verlas. Pero tus labios tenían un efecto poderoso que lograban hacerme perder el pudor.
Descubriste mis senos y comenzaste a acariciarlos, con la misma técnica con la que me habías besado. Primero delicadamente, para segundos después darle rienda suelta a la pasión. Entonces los apretabas hasta donde sabías que el placer se convertía en dolor; entonces te detenías para volver a empezar. Te sacaste la camisa, y aunque me debatía entre mis deseos y los prejuicios, dejé que me quitaras la ropa simulando una estúpida resistencia que te animaba a convencerme para que te dejara desvestirme.
Y así, desnudos y desprejuiciados, despojados tanto de ropa como de vergüenza dejé que me recostaras sobre la cama de aquella húmeda habitación de ese hotel de mala muerte.
Tu lengua recorría cada rincón de mi cuerpo encendiéndolo, despertándolo... La habilidad con la que tus dedos fácilmente encontraban el lugar donde llegaba a estremecerme se contraponía con la torpeza de mis manos inexpertas que dóciles esperaban que las guiaras con las tuyas a alguna parte desconocida de tu cuerpo...
Sabía que llegaría el momento en el que me tomarías, y con la autorización de un permiso casi implícito a causa de la desnudes y los besos de común acuerdo, me arrebatarías mi virginidad. Ya no podría reclamarte nada, en un segundo aquello que había guardado como un tesoro se lo daría como una ofrenda a aquel hombre, que con apasionada obstinación recorría mi cuerpo con su lengua y sus dedos.
Pero la duda llega en los peores momentos. Nunca con anticipación, con un tiempo prudencial para dejarnos pensar. Y la duda llegó, en el peor momento.
Me incorporé tan rápidamente que no te di tiempo a que me sujetaras para impedir que me levantara. Con la promesa de regresar pronto, te abandoné allí tendido en la cama con una expresión mezcla de confusión y odio.Me encerré en el baño. Tomé un toallón blanco y cubrí mi cuerpo avergonzado y aún sacudido por tantas sensaciones desconocidas. Me lavé la cara con el agua turbia y helada que salía del lavamanos y comencé a pensar como escapar de aquel lugar resguardando aquello que era mío y que no estaba dispuesta a dar. Podría haber entrado nuevamente a la habitación para explicarte que no era el momento, que no estaba segura, que necesitaba tiempo; pero unas cuantas caricias tuyas me hubieran devuelto a la cama sin más.
Observé la ventanita entreabierta ubicada frente a la ducha y luego de un rato de cálculos a ojo me convencí que podía pasar por aquella abertura. Primero las piernas, luego apoyaría mis nalgas sobre el marco, apoyaría los pies y una vez afirmada deslizaría lentamente el resto del cuerpo. Después era cuestión de tomar el primer taxi que pasara y huir, lejos y avergonzada lo más rápido posible.Golpeaste la puerta del baño, ante la falta de respuesta de mi parte intentaste abrirla, pero yo había tenido la precaución de cerrarla con lleve. Me preguntaste varias veces si me sentía bien, si me pasaba algo. Me mantuve en silencia acrecentando tu incertidumbre, entonces comenzaste a forcejear la manija. Entonces, acorralada pasé rápidamente las piernas al otro lado de la ventanita. Me senté sobre el marco y me deslicé para hacer pie...
Un golpe seco y terminante se fundió en los gritos desesperados de los casuales transeúntes y el ladrido de los perros. Derribaste la puerta con esa brutalidad masculina sensual en esencia, pero la prueba de tu virilidad llegó a destiempo. Mi cuerpo desnudo, aún virtuoso, se encontraba tendido e inmóvil sobre la acera.

martes, 5 de febrero de 2008

Inadvertido IV

Vi como te alejabas caminando por el medio de la calle de adoquines. Te paraste en cada esquina para besarlo y él, dócil, se dejaba. Vos y tu pasión se le arrojaban encima; le tomabas el rostro a la fuerza, con autoridad, como si quisieras besarlo contra su voluntad. Entonces él te tomaba precipitadamente de la cintura para luego dejar caer sus manos hasta tus muslos como por descuido. Cuando él creía que eras presa de su virilidad te zafabas de sus brazos y lo tomabas de la mano y nuevamente emprendían juntos el camino hasta tu casa. Querías que supiera que lo habías besado porque te había dado la gana y te habías dejado besar por la misma razón. Y así, caprichosamente le arrebataste cualquier posibilidad de atribuirse los méritos de la conquista.
Buscaste durante varios minutos las llaves de tu casa que estabas segura de haber guardado en aquel enorme y raído bolso de cuero marrón con el que ibas a todos lados desafiando a la elegancia. Cruce la calle rápidamente, tomé aire y le clavé al tipo el puñal por la espalda. Una puñalada certera que le quitó hasta el último suspiro. Lo maté, y hubiera matado a todos los tipos del mundo, a los que habían estado en tu dormitorio y a los que invitarías. Te quedaste paralizada viendo como caía al piso desangrándose sin remedio. Te tomé por los hombros y te empujé suavemente hasta que apoyaste la espalda contra la pared de la fachada de tu casa. Intenté explicarte que era necesario, que esa noche era la noche que estaba esperando hace tanto tiempo. Que era la noche que ibas a tomarme de la mano para llevarme hasta tu dormitorio. Que íbamos a caminar juntos por el medio de la calle de adoquines burlándonos de los conductores de los pocos autos que pasaban en madrugada. Que subiría aquella escalera sin dejar marcadas mis pisadas en los escalones y prenderíamos la luz de tu dormitorio para que nuestros cuerpos, detrás de la cortina, se dejaran adivinar desde la calle. No me miraste ni una sola vez, no me escuchaste ni por un segundo. Tenías la vista fija en el tipo que había quedado inmóvil sobre la vereda de tu casa. A los gritos me pediste que te suelte y te acercaste al muerto. Suavemente le bajaste los párpados con las yemas de tus dedos, y con una dulzura que me era desconocida, besaste sus labios sin vida.
Te tomé con violencia del brazo evitando el duelo. Te quise besar, pero al sentir mi aliento me escupiste en la cara. Entonces, con el rostro entre las manos comenzaste a llorar. Incapaz de consolarte, como de aceptar aquel triste destino de pasar toda mi vida inadvertido, escondido en un rincón oscuro, oculto en cada esquina, adivinando las posición de tu cuerpo en la cama a través de las siluetas detrás de la ventana de tu cuarto, deseándote en silencio... Tomé el puñal y con la firmeza de una decisión tomada por despecho te lo clavé en el corazón. Te desvaneciste de inmediato. Y mientras agonizabas tendida en la vereda te tomé de la mano esperando convertirme en tu última imagen. Pero tus párpados permanecieron cerrados ¡Estabas muriendo, y ni siquiera en ese momento me miraste!

FIN

domingo, 3 de febrero de 2008

Inadvertido III

Había llegado el día. Esperaba ansioso. Fumé uno tras otro mis cigarrillos obsesionado con el instante en el que llegaras sacudiendo tu largo cabello azabache, simulando una sensual espontaneidad. Pero, al igual que yo, habías estudiado y ensayado una y otra vez cada uno de tus movimientos. Sabías lo que pretendías de los demás y no te permitías margen de error. Con aires de improvisación ejecutabas la escena vez tras vez, igual que siempre.
Caminaste algunos metros hasta quedar rodeada de gente. Le sonreíste seductora y altanera a un grupito de chicos que se excitaron con solo verte. Te diste cuenta que te observaban con esa mirada ingenua de adolescente inexperto. Y cuando el deseo arrastró consigo a la imaginación comenzaron a pensar, como escenas de una película pornográfica, todo lo que harían contigo. Y vos les sonreíste, por puro gusto, de pura puta. Se quedaron con la imagen de tu sonrisa congelada en su mente, el único consuelo que les dabas a quienes deliberadamente condenabas al olvido.Esperé que tomaras unos cuantos sorbos de tu copa. Caminé en línea recta y quedé paralizado. No te diste cuenta, me dabas la espalda. Entonces hice lo que tantas veces. Recorrí con la mirada tu silueta deteniéndome en la sinuosa curva que demarcaba el límite entre tu cintura y tus caderas. Deslicé lentamente la yema de mi dedo índice por tu espalda, entonces volteaste en busca del rostro del osado. Me miraste a los ojos y te mordiste el labio inferior. Entonces me acerqué hasta quedar a unos pocos centímetros de tu boca, sentía tu respiración agitada sobre mi rostro y me acerqué un poco más. Miraste sobre mi hombro y me hiciste a un lado suave, pero con firmeza. Te arrojaste a los brazos de un tipo al que nunca había visto. Lo tomaste de la mano, y cuando creías que nadie te veía, te fuiste del lugar. Y yo, otra vez, te seguí.
(Continuará)