domingo, 20 de julio de 2008

Del amor al odio (o viceversa) Final

La sensualidad de tus estudiados movimientos y de tus poses efectistas se diluía en ademanes torpes y en la indignación de tus palabras. No eran más que ofensas propias de una adolescente pero que el paso del tiempo las habían convertidos en armas letales contra mi virilidad. Entonces, ya no tuve más que ganas de dejarte partir.

Cerraste con dificultad el bolso cargado de momentos compartidos. Me pediste que te abriera la puerta porque ya no querías conservar las llaves del departamento. No hubo lágrimas, ni deseos de futuros prometedores, ni buenaventuras para los emprender nuestros respectivos caminos. Fue algo más bien rápido: te abrí la puerta, y evitando mirarnos a los ojos, atravesaste el umbral. No era necesario despedirnos porque estábamos seguros que la vida nos daría una nueva oportunidad.
Desde la ventana pude ver como sentada en el cordón de la vereda fumabas el último cigarrillo del paquete. Ahora que la furia te había abandonado para pasarle la posta al desarraigo, comenzaste a llorar. Eran lágrimas silenciosas que nacían fervientes, atravesaban lentamente tu rostro para morir, casi sin aliento, debajo de tu mentón. Alguna vez me había enamorado de esas lágrimas... aquella en la que te vi por primera vez, fumando y llorando en una esquina cualquiera por otro.
Muy a mi pesar comprendí que te amaba. Arrojaste la colilla del cigarrillo al medio de la calle, te secaste las lágrimas y te levantaste dispuesta a cruzar la calle. No podía dejarte ir y salí a la calle dispuesto a arrebatarle a la vida esa segunda oportunidad que me daría.

Un hombre aterrorizado, junto a un auto abollado y con el para-golpes delantero ensangrentado, intentaba darle explicaciones a un policía, mientras que unos cuantos vecinos intentaban reanimar aquel cuerpo tendido sobre el asfalto.

Te había dejado ir, y esta vez, la vida no tenía reservada para nosotros una segunda oportunidad.

jueves, 17 de julio de 2008

Del amor al odio (o viceversa) III

Había pasado tiempo, demasiado tiempo... tanto que era difícil borrarlo todo con un arrebato de furia. Pero nunca habías logrado contener tus impulsos. De una forma casi enfermiza arrojabas cada objeto con el que habías intentado materializar tus sentimientos dentro de tu cartera.
Y así, arrasando con cuanto recuerdo se topaba en tu camino, creíste encontrar la forma de borrar recuerdos y sentimientos, aunque solo habías logrado despejar la mesa del living y unos cuantos estantes.
Siempre me habían gustado tus piernas, sobre todo cuando caminabas descalza. Me causaba gracia verte caminar de puntillas, haciendo equilibrio, intentando ganarle a la naturaleza aquellos centímetros que te había vedado. Sí, me gustaban tus piernas... unas piernas lo suficientemente fuertes y fibrosas para sostener aquella cadera curvilínea y prominente y los muslos firmes. Me gustaban tus piernas, y la forma en que girabas la cabeza para mirarme cuando te miraba cuando me dabas la espalda. Como si me hubieses descubierto en medio de una travesura, me sonreías y agitabas las pestañas. Entonces ya no podía contener mis deseos de llevarte a la cama.

domingo, 13 de julio de 2008

Del amor al odio (o viceversa) II

Me miraste fijo y, como si se tratara de un código que habíamos creado con el paso del tiempo producto del desgaste de las palabras tantas veces repetidas, descifré el mensaje.
Me senté en la punta de la cama esperando escuchar el portazo. Y aunque no lo sabía con certeza, rogué que fuera definitivo.
(Continuará)

Del amor al odio (o viceversa)

Discutimos, una vez más, una de tantas... Aquello que prometía ser la más apasionada de las veladas se quedó en intento. Me mordí la lengua, la misma con la que imaginé recorrer tu cuerpo y que ahora se rebelada contra mi cordura para evitar que mordaz, cruel y desenfadada evidenciara, a través de las palabras, todo el odio que intentaba contener dentro de mis puños cerrados.
Era uno de aquellos momentos en los que te odiaba tanto, uno de tantos...
(Continuará)

sábado, 7 de junio de 2008

A la distancia II

Se paró sobre el escalón que elevaba la puerta de la vereda y tomó tu rostro entre sus manos. A la distancia podía adivinar que eran suaves, tan suaves... Luego te condujo al interior de la casa. Y al cerrarse la puerta comprendí que era inevitable, que nada podías hacer al respecto ¿qué clase hombre rechazaría tal demostración de deseo? Esperé horas sentada en el cordón de la vereda de enfrente, justo frente a la puerta de la casa de la mujer de las manos suaves, de las caricias dulces, de las manos que con estudiados movimientos lograba arrebatarte gemidos precoses. Esperé horas, tantas que la noche se convirtió en día y yo seguía sentada en el cordón de la vereda de enfrente.

Cerca del mediodía la puerta se abrió. Ella, parada en el umbral, te despidió con una exacta combinación de besos y caricias. Una dosis tan precisa que te fuiste contra tu voluntad. Esperé que te alejaras lo suficiente, la distancia necesaria para olvidar su rostro y recordar solo las caricias.Toqué el timbre. Pocos minutos después la puerta se abrió. Su sonrisa era casi una ironía. Sus manos sostenían débilmente la bata, sin lazo, con la que cubría su cuerpo desnudo. La tomé del cuello con rudeza y entré a su casa sin esperar invitación.

No sonreía, lloraba. Alcancé adivinar que sus palabras eran una especie de súplica susurrada que no alcancé a escuchar del todo. Era el último y desesperado recurso que le quedaba ante la amenaza de que se quedara callada, de que no gritara.

Me quité la ropa y me puse su bata y la sostuve con mis manos para no dejar en evidencia mi desnudes ante la falta del lazo. Desnuda y aterrada me observaba desde un rincón de la habitación. Me acerqué y lentamente tomé sus manos suaves, tan suaves. Y sin importar que la bata se abriera, y dejara mi cuerpo a la intemperie, recorrí mi rostro con sus palmas, mi cuello, mi cuerpo... Sus manos eran tan suaves.

Con la fuerza más brutal que jamás imaginé poseer tomé su cuello y presioné fuerte. Busqué en cada uno de los cajones hasta que finalmente di con un pote de crema para manos que olía a rosas Había encontrado la formula secreta. Unté mis manos y las froté hasta absorber la crema por completo. Estaban suaves, tan suaves.Sonó el timbre. Emocionada abrí la puerta. Me miraste sorprendido. Pero no evitaste que te tomara tu rostro entre mis manos y que te acariciara. Era inevitable. Nada podías hacer al respecto ¿qué clase hombre rechazaría tal demostración de deseo?
Y te perdiste en el éxtasis provocado por mis manos suaves.

martes, 13 de mayo de 2008

A la distancia

Te vi mirando aquel traje azul oscuro detrás de la vidriera y no pude dejar de pensar en la sensualidad de tu elegancia, esa que se ocultaba bajo aquellos jeans gastados y las zapatillas de lona descoloridas que llevabas puestas.

Te imaginé sentado frente a mí en el restaurante más caro de la ciudad asintiendo con la cabeza para que el mozo me llenara la copa después de tu visto bueno.

Pensé en todas esas noches de hotel en las que te arrancaría con rudeza los botones y sin reproches me dejarías que te arrugue la camisa. En los besos y caricias que me convertirían en un ser dócil y vulnerable. Ese que se humedecería al complacerte.

Caminaste con la libertad de quien desconoce que se ha transformado en el objeto de deseo de un corazón atribulado, de un cuerpo cuya piel se estremece con solo verte a unos pocos metros de distancia, de aquel que subestima su encanto.

Te seguí conservando la distancia necesaria para poder desearte de la forma en la que solo puede desearse aquello que no se alcanza. Y en el trayecto no pude dejar de imaginar tus brazos rodeando mi cuerpo tembloroso, mis suspiros cada vez más profundos, mi respiración acelerada, mis uñas lacerando la piel de tu espalda, mis ojos bien abiertos para observar cada uno de tus gestos.

Te detuviste frente a una puerta maltrecha a mitad de cuadra. No entendí por qué te sonrojabas sin motivo mientras tocabas el timbre. Hasta que a los pocos minutos la puerta se abrió y ella salió a tu encuentro.

(Continuará...)

jueves, 17 de abril de 2008

Entelequia II

Cerré los ojos y pude sentir como tus manos recorrían mi cuerpo hasta perderse en los escondites del placer. Deje que me besaras, que me arrancaras suspiros, que me erizaras la piel, que me recorrieras entera con tus labios, que me humedecieras con su lengua. Que me obligaras a seguir el ritmo acelerado de tus movimientos.

Busqué a tientas un cigarrillo y fumé en silencio. Me resistía a abrir los ojos. Quería saborear lo poco que me quedaba en los labios de los besos de ese perfecto desconocido que me había inventado; aquel al que se le encendía la mirada y me arrastraba hasta la cama. Aquel que me hacía el amor de madrugada, cuando me vencía la indiferencia de tu mirada.

viernes, 28 de marzo de 2008

Entelequia I

Tenías unos ojos color melancolía, grises, opacos... pero nunca pude evitar perderme en la oscuridad de tu mirada. Era un túnel sin salidas aledañas que había que recorrer de principio a fin, un pozo profundo y estrecho a través del cual me dejaba caer al vacío para chocar, una vez más, contra el suelo tan duro como tu indiferencia.

De madrugada me levantaba y me paraba justo en la punta de la cama. Te despertabas y mirabas como dejaba deslizar la bata y te ofrecía mi cuerpo desnudo. Solo en ese momento podía ver el brillo en tus ojos, era un instante de lujuria que avivaba las llamas de tu alma; entonces el fuego iluminaba la salida del túnel de tu mirada.

Me acerqué lentamente y dejé que me tomaras del brazo para dejarme caer sobre la cama.

(Continuará...)

jueves, 20 de marzo de 2008

Fantasía

El repiqueteo de los tacos -que marcaban el ritmo de los pasos apurados y en contramarcha- se diluyó en el momento justo en el que el quejido de la madera me dejó adivinar que ya estabas sobre la cama. Después llegaron hasta mis oídos susurros que, a fuerza de contener la respiración, se transformaban en gemidos apagados. Podía escuchar los golpes de la cabecera tu cama al golpear contra la pared de mi cuarto. Comenzaban lentos y poco a poco se aceleraban hasta alcanzar un ritmo constante.

La sonoridad de tus noches de pasión me producían un extraño y, hasta el momento, desconocido placer. Y era tal la intensidad que, medianera de por medio, podía escuchar tu respiración acelerada y profunda. Había aguzado tanto el oído, en pos del infinito placer que me producía, que alcanzaba a escuchar el chasquido de tus labios al recorrer su cuerpo.

Cuando los golpes contra la pared se detenían me quedaba en silencio para escuchar el preciso instante en el que exhalabas con la intensidad de una tormenta tropical, vehemente y estrepitosa; y sin poder evitarlo, yo también me dejaba arrastrar por aquella corriente huracanada.

Y así fue como noche a noche aprendí a alimentar mi fantasía, a inventarte un rostro y recorrer tu silueta que se me antojaba exageradamente voluptuosa y por demás curvilínea. Y tan perdido estaba en tu rítmica respiración acelerada, que olvide llamar a Virginia.

Los días interminables morían en noches húmedas de las que me apoderaba sin permiso. No sabía de tus párpados cerrados, de tu lengua asomándose entre tus labios humedeciéndolo todo, de tus caricias incesantes, de tu piel suave... Pero sabía que le suplicabas al oído que te hiciera suya, que podías suspirar y reír al mismo tiempo y que respirabas profundamente hasta ahogar los gemidos.

Caminaba por la calle mirando al piso intentando no vulnerar el anonimato de los casuales transeúntes que se cruzaban en mi camino. Prefería que siguieran siendo eternamente desconocidos. Como vos, la desconocida que cada noche alimentaba mi fantasía. Y al recordar tu voz entrecortada apuré el paso para llegar antes a mi casa. No sé en que momento deje de caminar rápidamente para correr a toda velocidad, pero recuerdo el momento en el que me vi obligado a detener la marcha. Fue un sollozo, un llanto contenido y profundo, un pedido de consuelo en silencio. Estabas sentada en el cordón de la vereda conteniendo las lágrimas. Me senté a tu lado, te sequé las lágrimas suavemente con las yemas de los dedos. Tus párpados se cerraron y no pude evitar besarte en los labios.

Me tomaste de la mano y me pediste que te acompañara hasta tu casa. Y por primera vez en mucho tiempo anochecía y yo no estaba encerrado en mi cuarto inmerso en el más absoluto silencio. Te besé en cada esquina, te acaricié en cada umbral en penumbras te dije cuanto te deseaba al oído.

Buscabas las llaves dentro de tu bolso y ambos nos sorprendimos cuando el que abrí la puerta fui yo. Subimos al ascensor, te pregunté en qué piso vivías y me estremecí con la respuesta. Tu puerta estaba junto a la mía. Eras la mujer que había imaginado cada noche desde hacía un año.

Me encerré en mi departamento, prendí la radio y subí el volumen. Mientras la música sonaba frenética comencé a hurgar dentro de los cajones de los muebles, en la pila de papeles sobre la mesa, entre las página de los libros a medio terminar. Y mientras rogaba que no fuera demasiado tarde,
intentaba recordar donde había guardado el número de teléfono de
Virginia.

jueves, 28 de febrero de 2008

Advertencia

Te advertí que no te mordieras el labio inferior cuando me mirabas, que no te relamieras de deseo mientras te acercabas. Que no me acosaras con tu respiración agitada. Te pedí que no me acariciaras tan suavemente el rostro, que no hurgaras debajo de mi camisa arrugada para deslizar las yemas de tus dedos sobre mi pecho. Te supliqué que no me besaras tan húmeda y apasionadamente, que no lamieras mi oreja ¡Impiadosa y salvaje criatura!
Me arrojaste sobre la cama e hiciste cuanto quisiste conmigo y yo me dejaba intentando de cuando en cuando tomar la iniciativa. Por momentos las sábanas revueltas se convertían en un ring en el que nos disputábamos cuerpo a cuerpo el control del uno sobre el otro. Pocas veces cedías y muchas otras me dejaba vencer.

Te advertí que no te mordieras el labio inferior cuando lo mirabas, que no te relamieras de deseo mientras te le acercabas. Que no lo acosaras con tu respiración agitada. Te pedí que no hurgaras debajo de su camisa arrugada para deslizar las yemas de tus dedos sobre su pecho. Te supliqué que no lo besaras tan húmeda y apasionadamente, que no lamieras su oreja ¡Amada y venerada criatura!

De qué sirvieron mis advertencias si ahora espero junto a tu cuerpo, mientras se desangra entre sábanas revueltas y aún con el revólver entre las manos que amanezca.

lunes, 11 de febrero de 2008

Eternamente virtuosa

Me dejé llevar. Fue un momento debilidad. Comenzaste a besarme cariñosamente en los labios, luego apasionadamente en el cuello hasta que las caricias se convirtieron en un intercambio de deseo mutuo. Entonces dejé que de a poco tocaras mis muslos por debajo de la falda del vestido. Pero en medio del arrebato de pasión asomó la vergüenza, y entonces asustada tome tus manos y las apoyé sobre mi falda, donde pudiera verlas. Pero tus labios tenían un efecto poderoso que lograban hacerme perder el pudor.
Descubriste mis senos y comenzaste a acariciarlos, con la misma técnica con la que me habías besado. Primero delicadamente, para segundos después darle rienda suelta a la pasión. Entonces los apretabas hasta donde sabías que el placer se convertía en dolor; entonces te detenías para volver a empezar. Te sacaste la camisa, y aunque me debatía entre mis deseos y los prejuicios, dejé que me quitaras la ropa simulando una estúpida resistencia que te animaba a convencerme para que te dejara desvestirme.
Y así, desnudos y desprejuiciados, despojados tanto de ropa como de vergüenza dejé que me recostaras sobre la cama de aquella húmeda habitación de ese hotel de mala muerte.
Tu lengua recorría cada rincón de mi cuerpo encendiéndolo, despertándolo... La habilidad con la que tus dedos fácilmente encontraban el lugar donde llegaba a estremecerme se contraponía con la torpeza de mis manos inexpertas que dóciles esperaban que las guiaras con las tuyas a alguna parte desconocida de tu cuerpo...
Sabía que llegaría el momento en el que me tomarías, y con la autorización de un permiso casi implícito a causa de la desnudes y los besos de común acuerdo, me arrebatarías mi virginidad. Ya no podría reclamarte nada, en un segundo aquello que había guardado como un tesoro se lo daría como una ofrenda a aquel hombre, que con apasionada obstinación recorría mi cuerpo con su lengua y sus dedos.
Pero la duda llega en los peores momentos. Nunca con anticipación, con un tiempo prudencial para dejarnos pensar. Y la duda llegó, en el peor momento.
Me incorporé tan rápidamente que no te di tiempo a que me sujetaras para impedir que me levantara. Con la promesa de regresar pronto, te abandoné allí tendido en la cama con una expresión mezcla de confusión y odio.Me encerré en el baño. Tomé un toallón blanco y cubrí mi cuerpo avergonzado y aún sacudido por tantas sensaciones desconocidas. Me lavé la cara con el agua turbia y helada que salía del lavamanos y comencé a pensar como escapar de aquel lugar resguardando aquello que era mío y que no estaba dispuesta a dar. Podría haber entrado nuevamente a la habitación para explicarte que no era el momento, que no estaba segura, que necesitaba tiempo; pero unas cuantas caricias tuyas me hubieran devuelto a la cama sin más.
Observé la ventanita entreabierta ubicada frente a la ducha y luego de un rato de cálculos a ojo me convencí que podía pasar por aquella abertura. Primero las piernas, luego apoyaría mis nalgas sobre el marco, apoyaría los pies y una vez afirmada deslizaría lentamente el resto del cuerpo. Después era cuestión de tomar el primer taxi que pasara y huir, lejos y avergonzada lo más rápido posible.Golpeaste la puerta del baño, ante la falta de respuesta de mi parte intentaste abrirla, pero yo había tenido la precaución de cerrarla con lleve. Me preguntaste varias veces si me sentía bien, si me pasaba algo. Me mantuve en silencia acrecentando tu incertidumbre, entonces comenzaste a forcejear la manija. Entonces, acorralada pasé rápidamente las piernas al otro lado de la ventanita. Me senté sobre el marco y me deslicé para hacer pie...
Un golpe seco y terminante se fundió en los gritos desesperados de los casuales transeúntes y el ladrido de los perros. Derribaste la puerta con esa brutalidad masculina sensual en esencia, pero la prueba de tu virilidad llegó a destiempo. Mi cuerpo desnudo, aún virtuoso, se encontraba tendido e inmóvil sobre la acera.

martes, 5 de febrero de 2008

Inadvertido IV

Vi como te alejabas caminando por el medio de la calle de adoquines. Te paraste en cada esquina para besarlo y él, dócil, se dejaba. Vos y tu pasión se le arrojaban encima; le tomabas el rostro a la fuerza, con autoridad, como si quisieras besarlo contra su voluntad. Entonces él te tomaba precipitadamente de la cintura para luego dejar caer sus manos hasta tus muslos como por descuido. Cuando él creía que eras presa de su virilidad te zafabas de sus brazos y lo tomabas de la mano y nuevamente emprendían juntos el camino hasta tu casa. Querías que supiera que lo habías besado porque te había dado la gana y te habías dejado besar por la misma razón. Y así, caprichosamente le arrebataste cualquier posibilidad de atribuirse los méritos de la conquista.
Buscaste durante varios minutos las llaves de tu casa que estabas segura de haber guardado en aquel enorme y raído bolso de cuero marrón con el que ibas a todos lados desafiando a la elegancia. Cruce la calle rápidamente, tomé aire y le clavé al tipo el puñal por la espalda. Una puñalada certera que le quitó hasta el último suspiro. Lo maté, y hubiera matado a todos los tipos del mundo, a los que habían estado en tu dormitorio y a los que invitarías. Te quedaste paralizada viendo como caía al piso desangrándose sin remedio. Te tomé por los hombros y te empujé suavemente hasta que apoyaste la espalda contra la pared de la fachada de tu casa. Intenté explicarte que era necesario, que esa noche era la noche que estaba esperando hace tanto tiempo. Que era la noche que ibas a tomarme de la mano para llevarme hasta tu dormitorio. Que íbamos a caminar juntos por el medio de la calle de adoquines burlándonos de los conductores de los pocos autos que pasaban en madrugada. Que subiría aquella escalera sin dejar marcadas mis pisadas en los escalones y prenderíamos la luz de tu dormitorio para que nuestros cuerpos, detrás de la cortina, se dejaran adivinar desde la calle. No me miraste ni una sola vez, no me escuchaste ni por un segundo. Tenías la vista fija en el tipo que había quedado inmóvil sobre la vereda de tu casa. A los gritos me pediste que te suelte y te acercaste al muerto. Suavemente le bajaste los párpados con las yemas de tus dedos, y con una dulzura que me era desconocida, besaste sus labios sin vida.
Te tomé con violencia del brazo evitando el duelo. Te quise besar, pero al sentir mi aliento me escupiste en la cara. Entonces, con el rostro entre las manos comenzaste a llorar. Incapaz de consolarte, como de aceptar aquel triste destino de pasar toda mi vida inadvertido, escondido en un rincón oscuro, oculto en cada esquina, adivinando las posición de tu cuerpo en la cama a través de las siluetas detrás de la ventana de tu cuarto, deseándote en silencio... Tomé el puñal y con la firmeza de una decisión tomada por despecho te lo clavé en el corazón. Te desvaneciste de inmediato. Y mientras agonizabas tendida en la vereda te tomé de la mano esperando convertirme en tu última imagen. Pero tus párpados permanecieron cerrados ¡Estabas muriendo, y ni siquiera en ese momento me miraste!

FIN

domingo, 3 de febrero de 2008

Inadvertido III

Había llegado el día. Esperaba ansioso. Fumé uno tras otro mis cigarrillos obsesionado con el instante en el que llegaras sacudiendo tu largo cabello azabache, simulando una sensual espontaneidad. Pero, al igual que yo, habías estudiado y ensayado una y otra vez cada uno de tus movimientos. Sabías lo que pretendías de los demás y no te permitías margen de error. Con aires de improvisación ejecutabas la escena vez tras vez, igual que siempre.
Caminaste algunos metros hasta quedar rodeada de gente. Le sonreíste seductora y altanera a un grupito de chicos que se excitaron con solo verte. Te diste cuenta que te observaban con esa mirada ingenua de adolescente inexperto. Y cuando el deseo arrastró consigo a la imaginación comenzaron a pensar, como escenas de una película pornográfica, todo lo que harían contigo. Y vos les sonreíste, por puro gusto, de pura puta. Se quedaron con la imagen de tu sonrisa congelada en su mente, el único consuelo que les dabas a quienes deliberadamente condenabas al olvido.Esperé que tomaras unos cuantos sorbos de tu copa. Caminé en línea recta y quedé paralizado. No te diste cuenta, me dabas la espalda. Entonces hice lo que tantas veces. Recorrí con la mirada tu silueta deteniéndome en la sinuosa curva que demarcaba el límite entre tu cintura y tus caderas. Deslicé lentamente la yema de mi dedo índice por tu espalda, entonces volteaste en busca del rostro del osado. Me miraste a los ojos y te mordiste el labio inferior. Entonces me acerqué hasta quedar a unos pocos centímetros de tu boca, sentía tu respiración agitada sobre mi rostro y me acerqué un poco más. Miraste sobre mi hombro y me hiciste a un lado suave, pero con firmeza. Te arrojaste a los brazos de un tipo al que nunca había visto. Lo tomaste de la mano, y cuando creías que nadie te veía, te fuiste del lugar. Y yo, otra vez, te seguí.
(Continuará)

domingo, 27 de enero de 2008

Inadvertido II

Caminabas de su mano por el medio de aquella calle de adoquines; como parte del ritual que llevabas a cabo cada noche –pero con diferente protagonista- tomabas de un sorbo todo el contenido de la copa y luego, muerta de risa arrojabas la copa vacía para que se hiciera trizas contra el cordón de la vereda. Besaste a tu amigo larga y apasionadamente, de la única manera que sabías besar. Y yo me relamía pensando en todos los besos que me darías. Caminaron juntos por el medio de la calle esquivando algún que otro coche que te alertaba a bocinazos que te corrieras de su camino. Llegaron a la puerta de tu departamento, lo invitaste a subir. Lo invitaste... como si tuviera opción ¿existe alguien capaz de resistirse a pasar la noche con vos?
Y ese, al que presentaste a todo el mundo como “tu amigo” subió torpemente por la antigua escalera de mármol. Sabía que aquellos enormes y legendarios bloques de piedra blanca inmaculada eran tu debilidad. Perdías horas pasando cuidadosamente un trapo húmedo, escalón por escalón. Luego los frotabas uno por uno con un trapo seco. Nadie sabía, de que de vez en cuando te sacabas la bombacha y te sentabas en uno de los escalones. Nunca entendí ese extraño placer que te producía el frío del mármol sobre tus nalgas. No pude evitar reír cuando reprendiste con dureza a tu amigo, quien apresurado por llegar a tiempo a cumplir con las obligaciones de la pasión, comenzó a subir la escalera sin limpiarse meticulosamente la suela de las botas en el felpudo que habías colocado detrás del umbral de la puerta.
La puerta se cerró. Me senté en el umbral para poder escuchar mejor los pasos alejarse con cada escalón. Prendí un cigarrillo. Tras las cortinas de tu habitación se dibujaban las siluetas de su cuerpo apoderándose del tuyo. Fumé la última pitada y arrojé la colilla al agua acumulada junto al cordón de la vereda de tu casa. Esta vez no pude tolerar ser el espectador de ese ritual que tantas veces había observado. Me consolé pensando que pronto sería yo quien dejara en cada escalón de la inmaculada escalera de mármol marcadas las pisadas.
(Continuará)

viernes, 25 de enero de 2008

Inadvertido

Estaba seguro de poder lograr convertir la cordialidad de tu mirada en pasión. Una pasión desenfrenada. Solo te hacía falta tiempo. Tiempo para poder reconocer en mí aquello con lo que habías soñado. Tiempo para descifrar los mensajes ocultos tras mis chistes inocentes, esos que tenían como único objetivo robarte una carcajada. Una amplia, ruidosa y estrepitosa carcajada. Una de esas con las que lograbas que todas las mujeres presentes te miraran de reojo y los hombres te desearan imaginando lo divertida que debías ser en a cama.
No era timidez, tampoco estaba dilatando el momento en el que me interpondría en tu camino. Simplemente estaba aguardando ese instante que hace tanto tiempo planifico, paso a paso, detalle por detalle. Sabía que te ibas a parar frente a mi y sosteniendo la copa en la mano sonreirías, me tomarías de la mano, suave pero decididamente y me indicarías aquel camino que conocías de memoria a la hora de escapar del lugar, el mismo que usaste anoche cuando creíste que nadie notaría tu ausencia junto con aquel amigo tuyo que hace tiempo no veías. Pero yo te vi.
(Continuará...)

viernes, 4 de enero de 2008

Demonios en el alma V

Atravesaste la puerta lentamente haciéndome a un lado como si estuviera entorpeciendo tu camino hacia la toma del control absoluto de la situación. Te recostaste sobre el diván y con tu dedo indice me arrastraste de las narices hasta tu lado. Arranqué tu ropa con violencia y me arrojé sobre tí con un arrebato casi animal. Como siempre reíste. Quise apoderarme de tu cuerpo despojado de pudor, pero en ese momento vi el punto final en tus ojos, en tus uñas afiladas desgarrándome la espalda, en tu dientes lastimando hasta sangrar mis labios...
Corrí hasta el cuarto, y me senté frente a la hoja que aún permanecía en blanco sobre el escritorio. Hacía mucho tiempo que las palabras no brotaban tan precisas y poéticas al mismo tiempo, tan descriptivas, tan sensitivas: "Y aquella sonrisa irónica se convirtió en un grito ahogado hasta que sus labios rígidos se volvieron inexpresivos". Punto final.

Fin